Por Manuel Molares do Val.
En el Reino Unido, Francia, Alemania o EE.UU., por poner algunos casos, se sabe antes de las elecciones qué candidatos a cargos públicos pertenecen a la masonería, mientras que en España los políticos masones ocultan su obediencia con igual celo que durante el franquismo.
En buena parte de los dos últimos siglos, especialmente durante las dos Repúblicas, se sabía quienes eran masones: en la II República al menos un tercio del PSOE y buena parte del nacionalismo pertenecía a la masonería, aunque también había “gentes del mandil” en la derecha católica, a pesar de la condena del Vaticano.
Había muchos en las fuerzas armadas, incluyendo al padre y, al menos, un hermano de Franco, Ramón, una paradoja porque el dictador fue su más cruel perseguidor: judaísmo y masonería, a los que unía como “judeomasonería”, eran sus “enemigos de España”.
Es lógico que los supervivientes y nuevos adeptos se ocultaran durante el franquismo, pero la democracia camina hacia su cuarta década, por lo que no es racional que haya políticos españoles que oculten ahora su adquisición a esa enigmática y quizás poderosa hermandad.
Hay organizaciones no menos discretas cuyos adeptos dejan entrever su pertenencia, como en el caso del Opus Dei. No lo proclaman verbalmente, pero lo admiten si se les pregunta.
Con los masones no ocurre igual. El misterio sobre las personas importantes sigue como durante el franquismo. Y en este momento debe importarnos más saber quiénes son masones en el Gobierno, la oposición y las Cortes que su forofismo por el Barça u otro club.
Y no se trata de dilucidar si la masonería es buena o mala, sino de recordar que quien desee dirigir la vida ciudadana no puede ni debería debe ocultar en democracia sus obediencias religiosas, morales, iniciáticas o rituales.
Fuente: Crónicas Bárbaras.